lunes, 25 de octubre de 2010

EL MAROMO


Dicen que hay un momento en que puedes detenerte y decidir. Un momento en que te puedes parar y pensar si lo haces o no, pero eso no me importó. Desde el instante en que lo vi entrar, tímido, bañado en educación casera, con su camisa planchada, seguramente por su madre, un deseo nada maternal inundó mis carnes ya cercanas a los cuarenta. Cecilio vino por las clases de piano. Tenía 16 ó 17 años cuando perdió a su maestra de la infancia y me fue asignado –siempre voy a creer que fue una asignación divina- y empezó a venir regularmente los miércoles y viernes a mi casa por las tardes. Su aliento infantil, sin rasgos de alcohol, tabaco o carne femenina me extasiaba cada vez que nos sentábamos en el piano. Sus manos tenían la delicadeza de las de un niño, pero eran grandes, fuertes, indómitas como las de un hombre. Nunca me había fijado pero hay una edad en que los hombres tienen cuerpo de hombres pero piel de niños. Eso fue lo que me produjo tal fijación en Cecilio. Los primeros meses de clases fueron de exploración. Él era un excelente alumno, no era cuestión de mucho esfuerzo indicarle los ejercicios que tenía que hacer; llegué incluso a sentirme culpable de cobrar la tontería que cobraba por las clases, porque él hubiese podido hacerlo solo en casa, el único problema era que no tenía piano, lo que abrió una increíble gama de posibilidades de encuentros adicionales para mí. Así, Cecilio pasó a quedarse casi todas las tardes en mi casa, mientras yo supervisaba sus prácticas desde mi viejo sillón, cubriendo mis fantasías, mi exploración visual, con alguna vieja revista que seguramente ya había leido tiempo atrás. Su amor por el piano me cuestionó durante años si realmente él gustaba de venir a mi casa por compartir un tiempo conmigo o porque soñaba con ser un gran concertista, o al menos, darle la satisfacción a sus padres de que su dinero y tiempo no estaban desperdiciados.

Un día, no sé cuanto tiempo después de las primeras clases, Cecilio cumplió 18 años. Esto era todo un acontecimiento para su generación, para sus amigos que lo acompañaban a veces a dejarlo a clases, o lo recogían después para ir por ahí, a hacer cosas, pasear, tomarse un trago, o perder el tiempo; un tema que me carcomía por dentro, que me llenaba de... ¿celos quizás? porque era un mundo al cual yo no podría pertenecer nunca, al cual vagamente pertenecí cuando joven, al cual de alguna forma me aferraba al verlo y compartir, -muchas veces sin palabras- esos 45 minutos cada tarde. Ese día le hice un regalo. El amante de Lady Chatterley de D.H. Lawrence, “una obra maestra del erotismo moderno” como rezaba el artículo de la revista donde por primera vez leí comentarios de la obra. Ya no recuerdo si compré el libro para regalárselo, o lo compré para armarme de valor y luego se lo obsequié, lo que sí tengo presente es el intenso sentimiento de complicidad que me invadió al pensar que él iba a leer lo que yo y que sería una forma, -inocente inclusive- de despertar su libido.

-            ¿Leíste el libro que te regalé Cecilio?
-            Sí.

Su mutismo, su economía de las palabras, en lugar de alejarme me envolvían más y empezaban a quemarme por dentro, a descontrolarme e inclusive alterar aún más mi comportamiento con el resto de los miembros de la casa. Mi hija Patricia y yo teníamos de por sí una relación tensa, distante, que se volvía cada vez más caótica con la presencia de Cecilio en mi vida. ¿Por qué aguantar a esta extraña que nunca me agradeció haberle dado mis mejores años? ¿A esta mujer que competía por la supremacía femenina en mi casa? Patricia era déspota, inconforme y yo sentía que me odiaba. Sentía que ella no encontraba un destino en su vida, llegué inclusive a pensar que era drogadicta, lesbiana, por eso me alegró tanto, y de una manera morbosa el haberla encontrado haciendo el amor con un amigo –ella no tiene novios- una tarde al llegar a casa de la reunión de padres de familia, donde me dijeron lo buena chica, inteligente y líder que era dentro de su grupo –el odio entonces es conmigo- pensé al llegar a casa, cuando me encerré en mi cuarto y fingí no escuchar los gemidos tapados por la mano del chico ni lo golpeteos de la cama contra la pared.

Mi esposo sólo se acuesta conmigo dos veces al mes. Triste pero es verdad. Una vez en que nos fuimos de vacaciones y tras mi insistencia y los cuba libre en la playa, hicimos el amor cuatro veces durante el fin de semana y tuve que esperar dos meses para que volviera a tocarme. Así de enfermo es; así de mierda es mi vida. Él no es un mal hombre, trabaja bien, es respetado en su oficina, no creo que tenga las agallas para engañarme, ni creo que haya mujer que se le acerque; transmite una sequedad impresionante, puede llegar a hacerte perder las ganas de vivir. Siempre he pensado que la relación con su madre lo marcó y lo convirtió en lo que es. Pero insisto, no es malo. Es sólo el resultado de una suma de malas decisiones en mi vida. Por eso he dudado tanto de lo mío con Cecilio. Porque no quiero volver a masticar un error de un minuto por veinte años. Ahora lo acepto, ahora realizo que hay algo entre los dos. Me costó tanto acercarme, lograr que me tocara, que se decidiera a cruzar la línea, sin que se sintiera acosado, que es una pequeña batalla ganada dentro de esta interminable guerra de un par de décadas. Una tarde en que estábamos en plena práctica y empezó a llover a cántaros, como suele llover en esta ciudad en abril, decidí detener la sesión porque el ruido de la lluvia era tan fuerte que no dejaba escuchar al piano, por más fuerte que se tocase. Vas a tener que esperar a que calme un poco Cecilio, le sugerí, casi como que no me importase mucho, como si lo dejara en una casa vacía y yo hubiese salido de viaje. Pero él insistió en irse, lo que me dejaba desarmada (ojo entiéndase sin armas) en una casa sola, el miércoles número mil de mi aburrida vida.  Cuando ya me disponía a meterme a la cama y arroparme para dormir, desde las 5 de la tarde hasta el día siguiente, sonó el timbre. Ahora que lo recuerdo, caminando del dormitorio hasta la puerta barajé todas las posibilidades, pero nunca me imaginé ver a Cecilio empapado en la puerta del departamento. Cuando me vio, dio dos pasos, puso su boca a la altura de mi frente y reclinó su cabeza para que tuviésemos la misma estatura y esperó en silencio un par de segundos que se hicieron elásticos en mi mente hasta que lo besé. Lo besé lentamente, como queriendo saborear y recuperar los dos o tres años de furia reprimida e inclusive mordí un poco sus labios. La ebriedad fue tal que entré en razón cuando ya estaba vistiéndose, después de haber planchado y doblado su ropa con amor no maternal. Junto a su cuerpo largo, pálido como un cristo sin heridas, envuelto en la sábanas, estaba mi ropa y descubrí que hacía tiempo no me sentía tan segura  y cómoda usando sólo calzón y sostén. Me pasé el resto de tarde así.

Un día Patricia se casó. Así, de la nada, apenas entrando a segundo año de universidad, decidió que estaba lista para enfrentar una nueva vida y nos comunicó a su padre y a mí que se había comprometido. Sentí en cada una de sus palabras una carga tan densa de satisfacción, de autosuficiencia, que pensé en algún momento que tan perfecto discurso era una mentira y que se iba a poner de pie y se iba a ir a su cuarto riéndose sarcásticamente, como suele hacerlo cuando trata de hacernos sentir no merecedores de su mínimo aprecio. En lugar de esto, se puso de pie, se tomó las manos, frotándoselas algo nerviosa –cosa que muy pocas veces vi- y nos dijo que iba a presentarnos a su futuro esposo. Cuando vi que se dirigió a su cuarto pensé inmediatamente que había tenido escondido a su novio todo el tiempo en casa y que probablemente él sabía de mis encuentros con Cecilio. Pensé también en los dos riendo y comentando mis muecas, mis gemidos y mi tímida posición de misionero al hacer el amor. Curiosamente no pensé en mi esposo ni en las consecuencias de ser descubierta con mi amante en casa. No sentí remordimiento alguno y sencillamente acepté, más bien disfruté, el ser descubierta y lo encontré como el pretexto perfecto para terminar todo y largarme un tiempo a otro sitio. Inclusive empecé a barajar nombres en mi mente de amigas que viviesen en ciudades lejanas y que pudieran darme posada, al menos hasta establecerme. Deseché un par de alternativas de trabajo para mantenerme, seleccioné dos y justo cuando empezaba a pensar en las razones para escoger uno u otro, Patricia regresó de la habitación con su laptop en la mano, la puso sobre la mesa y disparó con una frialdad absoluta:  Papá (siempre lo nombra a él primero) , mamá, les presento a Samuel, mi novio. Mi esposo y yo nos quedamos mudos hasta que una voz rompió el silencio desde la computadora, -buenas noches señora, señor... soy Samuel Pundarén, soy el novio de su hija Patricia y quería pedirles su mano. La imagen en la pantalla, que no coincidía exactamente con el sonido, mostraba a un tipo con una barba pelirroja, algo calvoide que trataba de sonreír nervioso mientras se secaba la frente. Tengo 32 años, soy economista y me he enamorado de su hija por la red... Es algo moderno, yo lo sé, pero espero sepan comprender que... Después de que dijo que era moderno, o algo así, no escuché una palabra más; me pasé tratando de descifrar el acento de mi cyber yerno, repetí como un disco rayado las cuatro o cinco primeras palabras tratando de adivinar en qué telenovela o aeropuerto había escuchado ese cantado al hablar. Esa semana no me vi con Cecilio.

Una semanas más tarde tuvimos una cena para conocer a los padres de Samuel. Estábamos en la mesa, mi esposo, Patricia, la laptop y yo, y del otro lado de la pantalla toda esta familia de pelirrojos que nos saludaban y hacían resúmenes cortísimos de sus vidas como en esos videos donde se buscan parejas. Supongo que para ellos debe haber sido extraño cenar con una laptop sobre la mesa, pero creo que ambas madres nos sentíamos cómodas al no exponer nuestra comida al escrutinio de los nuevos familiares y no tener proporciones reales del tamaño de nuestras caderas, bustos o la cruda realidad de nuestras pocas arrugas. Curiosamente nunca comenté el tema con Cecilio. Más bien él me preguntó por mi hija y le conté que ya no vivía con nosotros, que se había casado. “Qué bueno”, fue lo único que atinó a decir, en su habitual ahorro de palabras. Luego hicimos el amor y lo ayudé con su tarea de economía; coincidencias, iba a tener la misma profesión de mi yerno.

Hoy se casa Cecilio. Encontró una muchacha linda, de esas que no parecen de verdad. De esas que van a la iglesia, se confiesan y quieren llegar vírgenes al matrimonio. De esas de comportamientos del siglo XIX, que casi no son humanas y tienen actitud de mártir a los ojos de sus padres, quienes se vanaglorian de lo perfecta que es la nena. Nunca le pregunté si había tenido relaciones con ella durante todo este tiempo; seguramente me lo hubiese contado sin problemas. Espero de todo corazón que en la ciudad a la que se van a vivir, por el trabajo que consiguió Cecilio, ella no necesite en 20 años más de otro Cecilio mas que el suyo. Aún no decido que voy a tocar en la ceremonia.

Miguel

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