martes, 16 de noviembre de 2010

El amante imaginario




Olivia jugaba con un patito de hule en la piscina inflable en el patio trasero de su casa. El sol avivaba las gotas de agua que salpicaban sobre el césped y lo barnizaban, por pequeños instantes, antes de evaporarse en la calurosa mañana.
Una manguera soltaba un delgado hilo de agua sobre la piscina que empezaba a  rebosarse e hizo salir a Olivia al césped. En ese momento, mamá debería estar en la cocina,  dando vueltas por la casa, o cerrando la llave, pero estaba en un taxi, secando sus lágrimas, enjuagando un presente que ya era pasado.

Un día llegó Vilo a hacerle compañía en el columpio del parque. Se sentó y empezó con la más sencilla de las conversaciones, con el más infantil y leve de los temas. Vilo no se fue como mamá. Se quedó durante toda la niñez y adolescencia de Olivia, inclusive hasta cuando empezaron a frecuentarla otros chicos y ella empezó a cuestionar si podría encontrar el amor real, más allá de la fidelidad de Vilo. Una noche en que estaban mirando las estrellas en el patio trasero de la casa, cuando el padre de Olivia ya dormía, Vilo sacó un yo-yo y empezó a jugar con él, mientras Olivia desenfocaba su mirada y dejaba que divagase por el cielo.

-       ¿Y si nos damos una oportunidad?, dijo ella sin dirigir sus ojos hacia otro lado.

-       Oportunidad… ¿De?, preguntó Vilo sin dejar de jugar con el yo-yo.

-       De estar juntos.

De repente la conversación empezó a fluir como si fuese un monólogo, pero desarrollado a dos voces.

-       Si algún día nos casamos, yo pago los viajes y tú mantienes la casa. Sueño con viajar y conocer todos los acentos posibles… Viajar por Europa… ¡en tren! ¿Te imaginas? te acuestas es un país y te despiertas en otro… Bueno, voy a tener que trabajar un montón, pero vale la pena… aunque en realidad…

-       Sí, en realidad mantener la casa debe ser más costoso que viajar, yo sé. Pero claro Oli, si me vas a llevar a pasear por el mundo, no tendría problema en mantener la casa y tener todo para que estés cómoda. Pero… ¿Sí puedo escoger en algún momento el destino no? porque aunque tenemos más o menos los mismos gustos… de pronto yo voy a querer estar en algún otro lado, tú sabes, algo nuevo…

-       Tú sabes que igual siempre estamos juntos.

Olivia se levantó, besó a Vilo en la mejilla y subió a su cuarto a dormir. Esa noche, al igual que muchas otras madrugadas, se despertó a las 3am exactamente. Casi como si la hubiesen despertado, como si alguien estuviese llamándola. Vilo no se despertó, porque sintió que Olivia empezaba a dar vueltas, como siempre a esa hora.

-       Sabes que me dijeron hoy que cuando te despiertas así de pronto, es porque alguien te está pensando, te está llamando, que estamos todos conectados, que hay una inconsciente, o subconsciente… no sé. ¿será mi mamá?

-       Puede ser, pero ¿a las 3 am?

-       Otro país. Allá puede estar amaneciendo. Puede que me recuerde al levantarse.

-       Es verdad, no lo había pensado así. ¿Quieres ir a ver a internet qué hora es en otras partes del mundo cuando son las 3 en esta parte del mundo?

-       No sé si quiero ver todo eso, lo que trataste de decir... Pero vamos, debe haber una tabla de horarios o algo así.

Esa tarde mientras caminaban de regreso a la casa, a Olivia se le ocurrió una idea.

-       ¿Sabes qué? Nunca nos hemos besado.

-       Besado… Siempre nos damos besos al despedirnos, a veces cuando nos vemos temprano en la mañana, o en tus cumpleaños… siempre nos damos besos en los cumpleaños. No digas que no nos hemos besado…

-       No te hagas el tonto, que no eres. Me refiero a besos en la boca, como novios, como pareja… ¿No te molesta ni un poquito cuando me has visto besándome con algún novio? No me vengas a decir ahora que no quieres besarme… o que nunca has tenido ni un poquito de ganas…

-       No más que tú.

-       ¿Qué quieres decir con eso?

-       Si quieres besarme, bésame y ya. No te justifiques ni trates de sacarme celos con tus otros novios.

-       No, ya no quiero.

Hubo un silencio largo que no pareció incomodar a ninguno de los dos.

-       Yo decía Vilo, si hemos hablado de casarnos, de estar juntos, si no ha funcionado con nadie más… creo que lo primero es un beso, es empezar por un beso ¿no? Además, tampoco es que tú has tenido novias… Nunca te ví con nadie… estoy segura de eso.

-       ¿Estás siendo irónica? Tú sabes que yo…

-       ¿Tú qué? Gay no eres, he visto cómo me miras… ¿tú qué? Dime…

-       Ya llegamos a tu casa. Voy a estar en el patio. Nos vemos.

-       Ok. Yo voy a estar en mi cuarto.

Esa noche, nadie los despertó a las 3am. La casa estuvo en silencio y lo único que se escuchó fueron sus mitades de risas, tapadas por la mano de uno o de otro para que el padre de Olivia no escuchase lo que pasaba en el cuarto.

-       Es la primera vez que me ves desnuda.

-       Eso es lo que tú crees.

-       Me siento bien contigo, no quiero conocer a nadie más.

-       ¿En serio?

-       Sí. No te atrevas a estar con alguien más. Bueno, si quieres puedes estar un ratito, salir, conocer, pero ¿sabes qué? Si estás con alguien te desamarro y ya. Volvemos a estar juntos.

-       Eres un poco posesiva ¿sabías? ¿te has dado cuenta a lo largo de los años? Mira, tienes la marca del arito de la tanga ahí abajo, la marca del sol…

-       Yo lo sé muy bien. Pero a ti te gusta que sea así. No te quejes. ¿Dónde?

-       No me quejo, sólo establezco un punto. Ahí, no sé cómo se llama, entre la cadera y la pierna.

-       Ah ya. Oye Vilo…

-       Dime.

-       ¿Tú crees que haya otros como nosotros dos?

-       No creo. Usualmente desaparecemos de tu mente cuando entras a la escuela.

-       Nunca me gustó la escuela.

-       Con razón.





viernes, 12 de noviembre de 2010

Las cosas que menos importan



Una mujer lejana espera a que una palabra la mueva, una ciudad alejada, un acento, una atención distinta, la posibilidad auténtica de que algo pueda pasar después de la soledad prolongada, el volver a creer en que las cosas existen tras un apocalipsis, un mar turbio, un horizonte barrigón, un perro que jamás volverás a ver, Diana corriendo tras el viento, por el viento, con el viento, huyendo entre el espacio creado entre letra y letra, marcando el paso a nuevas palabras, el cielo con el guiño de un sol algo más distante, las calles adoquinadas, el césped frío y estéril, los mismos textos dichos en otras músicas, las palabras de otros, tristemente vendidas en una plaza por unos pocos pesos, la bandita de pueblo eufórica y pintoresca, el frío subiendo las paredes de cientos de edificios sin pintar, casas donde cualquiera puede vivir, más no habitar, el arrepentimiento, la duda, la maldita duda, lo lejano de la sonrisa de alguien que te ancla y te pide, a punta de rechazos que vuelvas, la conversación amena con los más lejanos cercanos, caras distintas en billetes desconocidos, esquinas que llevan a otras curiosas realidades, niños que saben más que muchos adultos qué carajo pasa por tu cabeza, el agua natural, la temperatura ideal, la costumbre de beber como no lo hacen otros, la maravillosa posibilidad de enamorarse cada cinco minutos, las bromas de doble sentido, las incoherencias dentro de un mismo idioma, el vino, la ceguera, el aire y el peso, la moneda y la balanza que se mueve del otro lado de tu continente central, música de lo que será algún día. Un ilwn que observa en silencio en la esquina de una ciudad, continente o planeta que no es el suyo, cómo el mundo discurre a otro ritmo, a otro color del que lo rodeó, hasta que por fin decidió ir un poco más allá. Los taxis, las nubes, los monumentos y las iglesias parecen observarlo, analizarlo, desarmarlo y reconstruirlo. Una ráfaga de viento cruza la plaza central y lo eleva hasta la punta más alta de la iglesia que reina en la ciudad, siempre será un placer hablar entre palabras, siempre será importante alucinar. La negra Esther nos espera a todos a la vuelta, el frío de lo ineludible está allí, caminando, abrazándote a ti mismo como si no tuvieses a quien más abrazar, como si fueses lo último que te queda. Seguramente ellael está en otro país. Seguramente yotu lo estás también. ¿Desde dónde escribo?, no lo sé realmente hoy. Hay que cargar la alforja de recuerdos y detenerse a beber vino en cada ciudad, ser cuidadosos en cada palabra y tomarse el tiempo para reflexionar. Desde lo alto del campanario, el ilwn mira absorto a la ciudad sureña de las aguas turbias y se siente enamorado, aunque miserable por dónde le ha tocado ir a morir. He robado tanto en mi vida que ya ni la vida me pertenece. Un niño juega con mocosas pelotas de tennis y salta bailando sambita entre los autos de la gran ciudad. ¿Pertenecer? Puede que sí. Y buscando curioso desde la cima, entre la gente que pasa apurada y no mira los discos de pare, descubre una mujer que desea recelosa, más que nada en el mundo ser amada, que se siente fea, que se sabe fea, que se destruye despintando sus paredes con alcohol, que es toda sucia por fuera pero tiene tan limpia su habitación, esperando a ver cuando abre sus puertas de nuevo, como las putas que cierran los ojos, como los besos a corazón abierto. En el sabor de la comida, en la vida del agua mineral, en los fríos del tenedor y el cuchillo, en lo agrio de la mayonesa, en lo dulce de la salsa de tomate y el obvio amargo de la soleada mostaza, en el crujir de los dedos, en la curiosidad de ver una sonrisa que estás seguro, ni verás jamás de nuevo, en poder distinguir a un tipo en el techo de una iglesia de una simple idea de un cuento, en bajar las escaleras y reflexionar para no saltar, en tratar de acercarse a los seres humanos, en intentar amar de nuevo, en volver a confiar en las palabras, en volver a utilizarlas, en mirar tus pies y pensar cuánto habrán caminado y aún no llegas a ninguna parte, en descubrir que el tipo de plaza y la mujer que quiere ser amada pueden tener una historia en tu mente, en saber que las aguas turbias son mejor que la sequía que tienen muchos, en abandonar los hoteles, en despedirte de aeropuertos, en alejarte de los que están lejos, en saberte solo en el puto mundo, rodeado de todos los que intentan comprenderte para justificarse, en el ilwn que baja cruzando la frontera, atraviesa la calle entre los carros que insultan y tratan de no atropellarlo y las palomas que vuelan haciendo su show de postal y al niño que en cámara lenta deja caer una pelota y la recoge mirando a lo lejos, pensando en los pesos que no va a ganar, en su acelerado paso en medio de la plaza donde todas las estatuas lo observan de reojo y él va decidido con su parabrisas empañado a recuperar el tiempo perdido a fijarse como yo, en las cosas que menos importan, acercarse a la mujer, a alguna específica mujer, y darle lo que tanto espera. Y ese saber que puede que nunca sepamos qué pase, se constituye, con un poco de amor y buena azúcar, lo que nos mueve a subir a la iglesia, huir de las palomas y volver a esperar en alguna vieja puerta, a algún olvidado amor, a una buena copa de vino, del verdadero, del tinto, a mirar hacia atrás y descubrir que las ciudades fantasmas tienen su encanto y que empiezas a extrañarlas cuando hablas mal de ellas, que ansías dormir en tu cama, pero disfrutas hasta el final lo curioso de la ajena, que sabes que puede ser que a la vuelta no veas este cielo desde esta parte del mundo, que las palabras suenan distintas en otras bocas, que los besos se muestran extraños, que tus pasos no te pertenecen de nuevo, que el hombre sobre la iglesia, el niño y aquella mujer pueden ser tú mismo, que alguien esté pensando más allá de lo que hoy tú piensas, que hay una sonrisa perturbadora en el hombre que escribe, que las palomas te observan, y el agua turbia lo sabe muy bien, que puede ser que sea otro el que lea, que puede ser que seas tú quien escribe, que los recuerdos nunca se acuerdan de molestar, pero los llamas siempre a reafirmarle el nombre, que el erotismo jamás será derrotado por el mejor de los sexos, que las quimeras son todas nuestras y no cuestan, que las manos siempre estarán ahí, que el hilo nunca se rompe -puede debilitarse- pero nunca se rompe, que el vacío siempre está cerca, que el silencio nos condena, que no encontraremos nunca las palabras, que esa ansiedad me destroza, que tengo treintayuno y que nos los tengo, que nunca los tuve, que las cosas pasan, que las pasas cosen, que cada día estoy más cerca, que los personajes vuelan, que miro por el retrovisor y aún no encuentro la partida, que te olvidas de las voces, que los cafés aún humean, que te acuerdas de Bahía, que Guayaquil en los setentas, que las máquinas, que el ego siempre es demasiado grande, que cuando crees haber llegado a alguna calle, volteas y estás a mil cuadras y mil noches de distancia, que la locura es hermosa, que la belleza es eterna, que las palabras te llenan, que el recuerdo de una mirada te puede llevar lejos, que lo que viví hoy lunes no lo cambio por nada, que reírme con Martha es como reírme conmigo, que los amigos son un boleto al pasado, que mañana el café puede no tener azúcar, que voy a amar lo amargo de mi vida, que aún me emocionan un par de buenas piernas, que me apasiona su sonrisa, que me intimida saber que nos acercamos, aunque el riesgo de alejarse aumente con la proximidad, que acepto el temor y que como el ilwn, al fin bajo con cuidado, que al final del agujero dejado en este papel por el punto final, empezará, en alguna parte mía, en alguna de mis caras, algo poco importante, pero al fin, algo nuevo.

Miguel

jueves, 4 de noviembre de 2010

La Catalina

Las paredes del cuarto empezaban a cerrarse. Mientras trataba con la mente de controlar el acercamiento, con el rabo del ojo podía ver cómo me acorralaba cada vez más. En el espacio negro de puntos verde fosforescente, de cuando hundes los dedos contra los párpados cerrados, volví a ver el rostro inquieto de un hombre tomando forma desde un papel arrugado; decidí seguir con mi vida. Me levanté de la cama y elegí pensar. Huraño como suelo ser, atravesé el pasillo de la vieja casa de la playa antes de que se cerrara y me senté frente a la máquina de escribir.
Marqué cual res el papel, acribillé con las letras; la jota siempre se quedaba, tuve que doblarla ligeramente, como a ciertas personas, para que volviese a su lugar de origen. Abrí con un interior. Una noche, cervezas, humo de cigarillo, música de Rubén Blades y Héctor Lavoe, cuatro hombres y una mujer; la novia de uno de ellos, quien se decía “one of the guys”. Ninguno de los otros lo sabe, pero ella se ha acostado con dos de ellos y está profundamente enamorada de un tercero, con quien probablemente tendrá un temeroso affair que sabe la dejará muy mal parada. Va a empezar a beber como los chicos y dirá malas palabras, fumará y hasta va a orinar con la puerta abierta… ¡qué carajo!, para no perderse la conversación. En el momento justo de la cuarta; no, mejor, quinta ronda de cervezas, va a preguntarle a uno de los hombres, con quien ya se acostó alguna vez, de forma maliciosa y cruel, quién es más linda, si ella o Catalina, de quien ella sabe, es la amante del tipo de la pregunta. El tipo se va a enfurecer pero tendrá que controlar las ganas de matar a la mujer porque nadie puede enterarse que se está acostando con la reciente ex esposa del primo, así que va a buscar, en silencio, mientras se bebe la noche, dónde está el goteo, quién abrió la boca, quién lo vio.
El novio de la mujer, que no es de quien está enamorado, pero es el otro con quien se ha acostado, la mira fijamente a los ojos tratando de frenar la maliciosa lengua que más tarde morderá frenéticamente. El cuarto hombre, probablemente el que soltó la lengua, por ser amigo del primero, pero está enamorado de la novia del segundo –sin ser correspondido- va a tratar de desviar la conversación preguntando que cómo es que han terminado en divorcio Catalina y el primo, que cómo si una pareja tan armónica, tan aparentemente completa pudo terminar así, y empiezan a barajar hipótesis, entre las cuales se va a imponer por votación unánime la incopatibilidad sexual, que dizque porque nunca tuvieron sexo antes de casarse porque ella era virgen, no sabían a qué se enfrentaban y eso les jodió la vida al no encajar en la intimidad, teoría que el tercer hombre (el único que no se ha nombrado hasta ahora) sabe que es una pendejada porque él se acostó con Catalina en la Universidad y sabe que es más fácil de complacer que un perrito faldero. Una vez alejado el tema polémico de cuál de las dos es más linda, el cuarto hombre va a salir a orinar y sera tachado de maricón por ser el único al que no se le ha conocido mujer alguna. Él volverá con una sonrisa de satisfacción del baño; su sonrisa de toda la vida, que ahora tendrá un ligero toque gay por las insinuaciones del primer hombre, el ofendido, que está tratando en silencio, mientras alimenta su borrachera, de llegar al delator. Se va a poner de pie y va a buscar un poco de vodka (es el único que lo bebe) para calmarse porque los minutos pasan y se siente acorralado; pudo haber sido cualquiera, pudieron haber sido todos. Está en su casa y es él quien está… ¿Mencioné que estaban en su casa?, bueno, está en su casa y es él quién está totalmente expuesto. Sin querer empuja al segundo hombre mientras se acerca al bar y éste le va a reclamar por el empujón, de la forma más relajada (si el segundo hombre supiera que su agresor se acostó con su novia antes que él, el reclamo sería mucho más intenso).
El primer hombre va a sentir paranoia y creerá que el reclamo viene de los celos, porque él cree que el otro sabe que la novia estuvo antes en su cama y habrá un conato de ataque/defensa que no llegará a mayores; el tercer hombre los empujará a ambos y tratará de manejar la situación de la mejor manera, pues él sabe que cada unos de los otros no sabe la realidad de su oponente, realidad que conoce bien porque la mujer del agravio está enamorada de él, se miente diciendo ser su mejor amiga y le ha confesado la verdadera historia de ambos períodos. El tercer hombre se va a ofrecer a preparar un trago especial para los invitados intentando desviar la atención porque quiere beber tranquilo y le importa un carajo las broncas por una mujer que ya dejó a uno y terminará, sin duda abandonando al otro.
La mujer se va a regodear con el poder, va a jugar como está acostumbrada y hará referencia a una anécdota que ha pasado a cada uno por separado, pero que ninguno de los otros sabe con certeza, le ha ocurrido a alguno de los presentes. El tercer hombre va a sonreír discretamente al escuchar la historia del cabello femenino encontrado en el departamento de la playa porque sabe del nexo, sabe de la intención. El cuarto dirá insistente, que eso le ha ocurrido innumerables veces, pero con la fama adquirida tras la salida del baño, sus palabras seran recibidas con carcajadas, acompañadas de un pequeño guiño del tercero que sabe que su amigo ha tenido varias mujeres, pero prefiere no ahondar en pequeñeces que no son de caballeros. Se va a retomar el asunto de la frigidez de Catalina o la impotencia del ex esposo, sólo para concluir, después de la sexta ronda de cervezas, que los problemas del matrimonio empiezan y terminan en la cama. El primer hombre seguirá furioso buscando en los ojos y palabras de los otros tres, a aquel que traicionó su confianza o más bien, a quien lo descubrió, porque ha bebido tanto que no recuerda si le contó o no a alguno de ellos de su amantazgo con la ex esposa del primo y tratará, al tiempo de contestar preguntas, reír con chistes y mantenerse a tono en la conversación, de recorrer en los pantanos de su cabeza y encontrar la historia que haga click hacia la pelea y posible paliza al final de la noche. El tercer hombre sabrá como hacer las cosas y le dirá a la mujer que es más linda, mucho más linda que Catalina. Lo hará de una forma tan inocente y astuta que lo liberará de culpa con el primer hombre, no despertará celos en el novio, le ganará un punto adicional de simpatía con el cuarto y además, encenderá una sonrisa en la mujer, que se va a sentir más deseada que nunca. En ese preciso momento ella va a tener hambre, mucha hambre y sueño y le va a exigir a su novio que la lleve a comer en medio de la madrugada. El cuarto hombre va a pedirles a todos, en su soledad habitual que no se vayan, que se tomen un par de cervezas más, que él las pone, que casi nunca se ven. El primero respirará profundamente y se pondrá de pie para despavilarse, pero se va a marear más y caerá profundamente dormido antes de que concluya el párrafo; el esfuerzo mental lo dejó exhausto. El tercer hombre disfrutará gustoso de la última cerveza y va a sugerir un sitio para terminar la noche, comer bien e irse a descansar sin muchos estragos. Terminará yéndose con la pareja y dejará al cuarto y al primero dormidos en el departamento. El primero tendrá memoria de hasta cuando su compañero fue al baño y éste se tardará en dormir, recordando las gracias en cámara lenta de la mujer, que aún siendo “one of the guys” lo vuelve loco y le hace pensar que en algún momento le tocará a él, y que no fallará; aprenderá de los errores meticulosamente estudiados a lo largo de los años.
A la mañana siguiente en que vayan todos a la playa, el primero recordará el malestar que le causa la presencia de todos, pero va a temer preguntar qué fue lo que sucedió, se va a poner de pie y caminará hacia el auto, más precisamente, hacia la guantera a buscar algo. Luego tiene que pasar algo, un quiebre, algo que no se espere. Aunque el animal es predecible, el humano es errador y puede ser que se equivoque al hacer lo que le toca hacer. Las paredes empiezan a abrirse, apenas son las tres. Esta noche voy a poder dormir un poco, siempre y cuando el papel no se haga hombre.


Miguel

jueves, 28 de octubre de 2010

El bostezo del diablo


Mamá olvidó entregarme la carta, eso fue todo. Más bien, se olvidó de ponerla en la manga de mi vestido. Teníamos años repitiendo la rutina, de casino en casino, de ciudad en ciudad, a veces en cantinas, donde también se juega. Déjenme decirles, la mammé tiene un talento increíble. Puede ser que ya esté algo arrugada, pero ese brillo en los ojos todavía puede quemar. Ustedes me ven a mi joven, hermosa, porque eso saqué de ella; su belleza. Pero créanme que ella era, en su tiempo, una mujer muy hermosa; de las más hermosas que ha habido por acá. Por eso, mi padre, o mejor dicho, el hombre que la embarazó, la siguió por ciudades, por países, para dar con ella, o con nosotras, cuando supo que estaba embarazada. Él siempre quiso hacerse cargo, estaba perdidamente enamorado y la sola idea de haber tenido un hijo con ella, le iluminaba el corazón y le dio la energía para buscarnos por décadas, hasta que al fin, desistió. Una vez lo vi, en Mallorca, en una plaza, bebiéndose un café, pensativo, triste, mirando a la nada, suspirando, no respirando. Mi madre me dijo –ése que está allá es tu padre, ¿Hombre guapo no? Como si eso bastase para introducir a una hija al fantasma que te ha acosado desde que descubres el significado de la palabra. Mi madre siempre dijo que el amor es el alimento de los débiles y me lo hizo creer tan bien que aprendí, de primera mano, a no apegarme a las cosas, a no hacerme de amigos, ni sentirme cómoda en ninguna parte. -Así es mucho más fácil- , me decía siempre. ¿Porque saben qué? una vez yo me enamoré... bueno, era una niña, tenía 14 años talvez, no más, pero sentí algo que nunca más pude repetir en mi vida. Apenas pude verlo dos, tres semanas, el tiempo que usualmente nos quedábamos en una ciudad, pero fue suficiente. Era un muchacho precioso. En todo, todo el sentido de la palabra, tenía unos ojos azules negruzcos que brillaban en su rostro pálido, que apenas asomaba entre lo negro de las manchas del hollín que cubrían casi toda su piel. Trabajaba de carbonero y dentro de su ruta estaba la pensión en la que vivíamos. El campaneo que anunciaba la llegada de la carreta de carbones, el sencillo primer tilín ponía mi corazón a latir a mil y me descontrolaba, me hacía sentir... como ya les dije, como nunca antes me sentí. A veces me pregunto, cuando en otra ciudad escucho algún campaneo similar, qué hubiese pasado si me hubiese quedado en París, si mi vida hubiese cambiado, si el poner a un esposo, una familia, en lugar de mi madre, me hubiese hecho más feliz de lo que hasta hoy, se puede decir, he podido ser. Pero bueno, al igual que en mil ocasiones anteriores, nos fuimos de París y si volvimos alguna vez, -cosa que no recuerdo bien, porque todos los campaneos y pensiones, con el tiempo se fundieron en una sola gran anécdota-, no regresamos al mismo barrio, a la misma zona; era demasiado riesgo.

La forma de trabajo era muy sencilla. Tan sencilla, que a veces me pregunto porqué nadie más la hizo antes. Era cuestión de mandar a una niña, apenas mayor de edad, supuestamente heredera y de visita en la ciudad, a jugar algo, a conocer de los casinos, de los sitios lumpen. El truco de la rica heredera caprichosa que quería estar en contacto con lo más duro de la pobreza, con el riesgo del juego, parecía despertar algún tipo de morbo, de excitación profunda en cada sitio al que llegábamos. Mi madre, haciendo de mi chaperona temerosa, de mi albacea, hacía el acercamiento a los casinos y haciendo gala de su calma mirada, vendía el show de la niña que quería experimentar de la vida; que si estaba descarrilada, que si los padres habían muerto y dejado una fortuna, o que si era la hija menor de algún barón muerto en la guerra y que nunca había llegado a su destino, por eso viajaba con un baúl repleto con las joyas de la familia. Cualquiera fuese la historia, siempre, de una u otra manera, una adolescente con dinero era bienvenida a los casinos. Obviamente, en cada ciudad teníamos un socio al cual, después de un par de golpes en el lugar, terminábamos engañando también. Todo era mentira sobre mentira y eso nos garantizaba un silencio total del crimen porque a ningún hombre orgulloso, no importa de qué ciudad, le gustaría andar contando que fue engañado por dos mujeres, sin un arma en la mano, a fuerza del más puro ingenio. El negocio era tan claro, que nada podía fallar; el hombre se sentaba en mi mesa a jugar póker, hacía grandes apuestas, mantenía a la mesa en vilo, en teoría me iba llevando ventaja y parecía llevarse todo, flush, full house, royal flush, pares, dos pares; las jugadas iban variando para hacer lucir todo más natural, hasta que llegábamos al high card y, obvio, siendo la jugada más complicada, más dura de todas, era sobre la que se hacían las grandes apuestas, ahí la gente ponía increíbles cantidades sobre la mesa… la naturaleza de la ambicón desmedida del ser humano... ¿Sabían que en una baraja de 52 cartas, se puede hacer más de un millón de combinaciones de high card? Parecía imposible ganar, pero ahí era donde entraba la carta de mi madre. Yo ganaba, nuestro socio, quien aparentemente perdía, se reunía con nosotros más tarde y nos dividíamos las ganancias. Y sí que lo hacíamos, las dividíamos, pero luego, al día siguiente, lo hacíamos apostar con la plata que había ganado, así, en realidad el dinero nunca quedaba en sus bolsillos; los tipos gastaban apenas unos pocos pesos, francos, o la moneda que fuese, y en la noche apostaban nuevamente todo. Y al final, en el golpe más grande, en el casino más ostentoso, en la big night, como la llámabamos con mamá, desaparecíamos con el dinero y la confianza de los pobres ilusos que creían en nosotros. Hicimos mucho dinero, recorrimos por lo menos diez países, algunos más de una vez y el dinero quedó ahí, en cuentas, en bancos a los que debíamos volver algún día, a gozar de los intereses. Mamá es la que lleva la cuenta, yo no tengo idea. Aprendí a hacer confiar a la gente en mí, pero yo no confío en nadie, sólo en ella. Supongo que si estamos las dos solas, debíamos cuidarnos una a la otra ¿O no? Ahora, lo que le pasó al tipo este, bueno, eso estaba totalmente fuera del alcance de nuestras manos. ¿Cómo podríamos saber que el hombre se iba a poner tan nervioso, tan ansioso cuando descubrió que yo no tenía la carta? Obviamente me puse pálida cuando me di cuenta de que mamá había olvidado pegarla dentro de la manga del vestido, ella se dio cuenta también y trató de mantener la calma, pero el hombre no, y se puso como loco, en un sitio en el que no te puedes poner como loco. Sudaba, se puso pálido, temblaba. Supongo que debió pensar –como buen jugador- en sus posibilidades en esos minutos; si denunciarnos y aceptar que era parte del embuste, proponer un todo o nada sobre la mesa, o ponerse violento y tratar de huir con el dinero. El tipo desgraciadamente optó por lo último. Mi madre siempre dice que la violencia es el miedo, pero gritado a través del cuerpo. En fin, el tipo se puso violento, o miedoso y el dueño del casino le metió un tiro. Así son las cosas. No es la primera vez que veo morir a un hombre, pero es la primera vez que me detienen por la muerte de uno.
Como podrá ver oficial, yo en esto no tengo nada que ver. Ahora, de lo otro, obviamente somos culpables mammé y yo, pero supongo que el dueño del casino no va a presentar cargos si está detenido por asesinato y preocupado por cosas más importantes. Y creo que por mi colaboración y buena conducta, yo podría prometer no volver más y sacar de nuestra escala a su ciudad.

-  Pero señorita, dejarla libre ¿para qué? ¿para ir a dónde? Su madre obviamente se fue de la ciudad, no está aquí. Y le confieso, con pesar, que no es usual ver a una madre abandonando a un hijo...

- Ella piensa que el amor es el alimento de los débiles. Las dos estuvimos siempre preparadas para un momento como éste.

- No se qué tan preparadas... Digamos que a su madre, se le durmió el diablo.

- No oficial. Fue sólo un bostezo.

Miguel.

lunes, 25 de octubre de 2010

EL MAROMO


Dicen que hay un momento en que puedes detenerte y decidir. Un momento en que te puedes parar y pensar si lo haces o no, pero eso no me importó. Desde el instante en que lo vi entrar, tímido, bañado en educación casera, con su camisa planchada, seguramente por su madre, un deseo nada maternal inundó mis carnes ya cercanas a los cuarenta. Cecilio vino por las clases de piano. Tenía 16 ó 17 años cuando perdió a su maestra de la infancia y me fue asignado –siempre voy a creer que fue una asignación divina- y empezó a venir regularmente los miércoles y viernes a mi casa por las tardes. Su aliento infantil, sin rasgos de alcohol, tabaco o carne femenina me extasiaba cada vez que nos sentábamos en el piano. Sus manos tenían la delicadeza de las de un niño, pero eran grandes, fuertes, indómitas como las de un hombre. Nunca me había fijado pero hay una edad en que los hombres tienen cuerpo de hombres pero piel de niños. Eso fue lo que me produjo tal fijación en Cecilio. Los primeros meses de clases fueron de exploración. Él era un excelente alumno, no era cuestión de mucho esfuerzo indicarle los ejercicios que tenía que hacer; llegué incluso a sentirme culpable de cobrar la tontería que cobraba por las clases, porque él hubiese podido hacerlo solo en casa, el único problema era que no tenía piano, lo que abrió una increíble gama de posibilidades de encuentros adicionales para mí. Así, Cecilio pasó a quedarse casi todas las tardes en mi casa, mientras yo supervisaba sus prácticas desde mi viejo sillón, cubriendo mis fantasías, mi exploración visual, con alguna vieja revista que seguramente ya había leido tiempo atrás. Su amor por el piano me cuestionó durante años si realmente él gustaba de venir a mi casa por compartir un tiempo conmigo o porque soñaba con ser un gran concertista, o al menos, darle la satisfacción a sus padres de que su dinero y tiempo no estaban desperdiciados.

Un día, no sé cuanto tiempo después de las primeras clases, Cecilio cumplió 18 años. Esto era todo un acontecimiento para su generación, para sus amigos que lo acompañaban a veces a dejarlo a clases, o lo recogían después para ir por ahí, a hacer cosas, pasear, tomarse un trago, o perder el tiempo; un tema que me carcomía por dentro, que me llenaba de... ¿celos quizás? porque era un mundo al cual yo no podría pertenecer nunca, al cual vagamente pertenecí cuando joven, al cual de alguna forma me aferraba al verlo y compartir, -muchas veces sin palabras- esos 45 minutos cada tarde. Ese día le hice un regalo. El amante de Lady Chatterley de D.H. Lawrence, “una obra maestra del erotismo moderno” como rezaba el artículo de la revista donde por primera vez leí comentarios de la obra. Ya no recuerdo si compré el libro para regalárselo, o lo compré para armarme de valor y luego se lo obsequié, lo que sí tengo presente es el intenso sentimiento de complicidad que me invadió al pensar que él iba a leer lo que yo y que sería una forma, -inocente inclusive- de despertar su libido.

-            ¿Leíste el libro que te regalé Cecilio?
-            Sí.

Su mutismo, su economía de las palabras, en lugar de alejarme me envolvían más y empezaban a quemarme por dentro, a descontrolarme e inclusive alterar aún más mi comportamiento con el resto de los miembros de la casa. Mi hija Patricia y yo teníamos de por sí una relación tensa, distante, que se volvía cada vez más caótica con la presencia de Cecilio en mi vida. ¿Por qué aguantar a esta extraña que nunca me agradeció haberle dado mis mejores años? ¿A esta mujer que competía por la supremacía femenina en mi casa? Patricia era déspota, inconforme y yo sentía que me odiaba. Sentía que ella no encontraba un destino en su vida, llegué inclusive a pensar que era drogadicta, lesbiana, por eso me alegró tanto, y de una manera morbosa el haberla encontrado haciendo el amor con un amigo –ella no tiene novios- una tarde al llegar a casa de la reunión de padres de familia, donde me dijeron lo buena chica, inteligente y líder que era dentro de su grupo –el odio entonces es conmigo- pensé al llegar a casa, cuando me encerré en mi cuarto y fingí no escuchar los gemidos tapados por la mano del chico ni lo golpeteos de la cama contra la pared.

Mi esposo sólo se acuesta conmigo dos veces al mes. Triste pero es verdad. Una vez en que nos fuimos de vacaciones y tras mi insistencia y los cuba libre en la playa, hicimos el amor cuatro veces durante el fin de semana y tuve que esperar dos meses para que volviera a tocarme. Así de enfermo es; así de mierda es mi vida. Él no es un mal hombre, trabaja bien, es respetado en su oficina, no creo que tenga las agallas para engañarme, ni creo que haya mujer que se le acerque; transmite una sequedad impresionante, puede llegar a hacerte perder las ganas de vivir. Siempre he pensado que la relación con su madre lo marcó y lo convirtió en lo que es. Pero insisto, no es malo. Es sólo el resultado de una suma de malas decisiones en mi vida. Por eso he dudado tanto de lo mío con Cecilio. Porque no quiero volver a masticar un error de un minuto por veinte años. Ahora lo acepto, ahora realizo que hay algo entre los dos. Me costó tanto acercarme, lograr que me tocara, que se decidiera a cruzar la línea, sin que se sintiera acosado, que es una pequeña batalla ganada dentro de esta interminable guerra de un par de décadas. Una tarde en que estábamos en plena práctica y empezó a llover a cántaros, como suele llover en esta ciudad en abril, decidí detener la sesión porque el ruido de la lluvia era tan fuerte que no dejaba escuchar al piano, por más fuerte que se tocase. Vas a tener que esperar a que calme un poco Cecilio, le sugerí, casi como que no me importase mucho, como si lo dejara en una casa vacía y yo hubiese salido de viaje. Pero él insistió en irse, lo que me dejaba desarmada (ojo entiéndase sin armas) en una casa sola, el miércoles número mil de mi aburrida vida.  Cuando ya me disponía a meterme a la cama y arroparme para dormir, desde las 5 de la tarde hasta el día siguiente, sonó el timbre. Ahora que lo recuerdo, caminando del dormitorio hasta la puerta barajé todas las posibilidades, pero nunca me imaginé ver a Cecilio empapado en la puerta del departamento. Cuando me vio, dio dos pasos, puso su boca a la altura de mi frente y reclinó su cabeza para que tuviésemos la misma estatura y esperó en silencio un par de segundos que se hicieron elásticos en mi mente hasta que lo besé. Lo besé lentamente, como queriendo saborear y recuperar los dos o tres años de furia reprimida e inclusive mordí un poco sus labios. La ebriedad fue tal que entré en razón cuando ya estaba vistiéndose, después de haber planchado y doblado su ropa con amor no maternal. Junto a su cuerpo largo, pálido como un cristo sin heridas, envuelto en la sábanas, estaba mi ropa y descubrí que hacía tiempo no me sentía tan segura  y cómoda usando sólo calzón y sostén. Me pasé el resto de tarde así.

Un día Patricia se casó. Así, de la nada, apenas entrando a segundo año de universidad, decidió que estaba lista para enfrentar una nueva vida y nos comunicó a su padre y a mí que se había comprometido. Sentí en cada una de sus palabras una carga tan densa de satisfacción, de autosuficiencia, que pensé en algún momento que tan perfecto discurso era una mentira y que se iba a poner de pie y se iba a ir a su cuarto riéndose sarcásticamente, como suele hacerlo cuando trata de hacernos sentir no merecedores de su mínimo aprecio. En lugar de esto, se puso de pie, se tomó las manos, frotándoselas algo nerviosa –cosa que muy pocas veces vi- y nos dijo que iba a presentarnos a su futuro esposo. Cuando vi que se dirigió a su cuarto pensé inmediatamente que había tenido escondido a su novio todo el tiempo en casa y que probablemente él sabía de mis encuentros con Cecilio. Pensé también en los dos riendo y comentando mis muecas, mis gemidos y mi tímida posición de misionero al hacer el amor. Curiosamente no pensé en mi esposo ni en las consecuencias de ser descubierta con mi amante en casa. No sentí remordimiento alguno y sencillamente acepté, más bien disfruté, el ser descubierta y lo encontré como el pretexto perfecto para terminar todo y largarme un tiempo a otro sitio. Inclusive empecé a barajar nombres en mi mente de amigas que viviesen en ciudades lejanas y que pudieran darme posada, al menos hasta establecerme. Deseché un par de alternativas de trabajo para mantenerme, seleccioné dos y justo cuando empezaba a pensar en las razones para escoger uno u otro, Patricia regresó de la habitación con su laptop en la mano, la puso sobre la mesa y disparó con una frialdad absoluta:  Papá (siempre lo nombra a él primero) , mamá, les presento a Samuel, mi novio. Mi esposo y yo nos quedamos mudos hasta que una voz rompió el silencio desde la computadora, -buenas noches señora, señor... soy Samuel Pundarén, soy el novio de su hija Patricia y quería pedirles su mano. La imagen en la pantalla, que no coincidía exactamente con el sonido, mostraba a un tipo con una barba pelirroja, algo calvoide que trataba de sonreír nervioso mientras se secaba la frente. Tengo 32 años, soy economista y me he enamorado de su hija por la red... Es algo moderno, yo lo sé, pero espero sepan comprender que... Después de que dijo que era moderno, o algo así, no escuché una palabra más; me pasé tratando de descifrar el acento de mi cyber yerno, repetí como un disco rayado las cuatro o cinco primeras palabras tratando de adivinar en qué telenovela o aeropuerto había escuchado ese cantado al hablar. Esa semana no me vi con Cecilio.

Una semanas más tarde tuvimos una cena para conocer a los padres de Samuel. Estábamos en la mesa, mi esposo, Patricia, la laptop y yo, y del otro lado de la pantalla toda esta familia de pelirrojos que nos saludaban y hacían resúmenes cortísimos de sus vidas como en esos videos donde se buscan parejas. Supongo que para ellos debe haber sido extraño cenar con una laptop sobre la mesa, pero creo que ambas madres nos sentíamos cómodas al no exponer nuestra comida al escrutinio de los nuevos familiares y no tener proporciones reales del tamaño de nuestras caderas, bustos o la cruda realidad de nuestras pocas arrugas. Curiosamente nunca comenté el tema con Cecilio. Más bien él me preguntó por mi hija y le conté que ya no vivía con nosotros, que se había casado. “Qué bueno”, fue lo único que atinó a decir, en su habitual ahorro de palabras. Luego hicimos el amor y lo ayudé con su tarea de economía; coincidencias, iba a tener la misma profesión de mi yerno.

Hoy se casa Cecilio. Encontró una muchacha linda, de esas que no parecen de verdad. De esas que van a la iglesia, se confiesan y quieren llegar vírgenes al matrimonio. De esas de comportamientos del siglo XIX, que casi no son humanas y tienen actitud de mártir a los ojos de sus padres, quienes se vanaglorian de lo perfecta que es la nena. Nunca le pregunté si había tenido relaciones con ella durante todo este tiempo; seguramente me lo hubiese contado sin problemas. Espero de todo corazón que en la ciudad a la que se van a vivir, por el trabajo que consiguió Cecilio, ella no necesite en 20 años más de otro Cecilio mas que el suyo. Aún no decido que voy a tocar en la ceremonia.

Miguel