jueves, 28 de octubre de 2010

El bostezo del diablo


Mamá olvidó entregarme la carta, eso fue todo. Más bien, se olvidó de ponerla en la manga de mi vestido. Teníamos años repitiendo la rutina, de casino en casino, de ciudad en ciudad, a veces en cantinas, donde también se juega. Déjenme decirles, la mammé tiene un talento increíble. Puede ser que ya esté algo arrugada, pero ese brillo en los ojos todavía puede quemar. Ustedes me ven a mi joven, hermosa, porque eso saqué de ella; su belleza. Pero créanme que ella era, en su tiempo, una mujer muy hermosa; de las más hermosas que ha habido por acá. Por eso, mi padre, o mejor dicho, el hombre que la embarazó, la siguió por ciudades, por países, para dar con ella, o con nosotras, cuando supo que estaba embarazada. Él siempre quiso hacerse cargo, estaba perdidamente enamorado y la sola idea de haber tenido un hijo con ella, le iluminaba el corazón y le dio la energía para buscarnos por décadas, hasta que al fin, desistió. Una vez lo vi, en Mallorca, en una plaza, bebiéndose un café, pensativo, triste, mirando a la nada, suspirando, no respirando. Mi madre me dijo –ése que está allá es tu padre, ¿Hombre guapo no? Como si eso bastase para introducir a una hija al fantasma que te ha acosado desde que descubres el significado de la palabra. Mi madre siempre dijo que el amor es el alimento de los débiles y me lo hizo creer tan bien que aprendí, de primera mano, a no apegarme a las cosas, a no hacerme de amigos, ni sentirme cómoda en ninguna parte. -Así es mucho más fácil- , me decía siempre. ¿Porque saben qué? una vez yo me enamoré... bueno, era una niña, tenía 14 años talvez, no más, pero sentí algo que nunca más pude repetir en mi vida. Apenas pude verlo dos, tres semanas, el tiempo que usualmente nos quedábamos en una ciudad, pero fue suficiente. Era un muchacho precioso. En todo, todo el sentido de la palabra, tenía unos ojos azules negruzcos que brillaban en su rostro pálido, que apenas asomaba entre lo negro de las manchas del hollín que cubrían casi toda su piel. Trabajaba de carbonero y dentro de su ruta estaba la pensión en la que vivíamos. El campaneo que anunciaba la llegada de la carreta de carbones, el sencillo primer tilín ponía mi corazón a latir a mil y me descontrolaba, me hacía sentir... como ya les dije, como nunca antes me sentí. A veces me pregunto, cuando en otra ciudad escucho algún campaneo similar, qué hubiese pasado si me hubiese quedado en París, si mi vida hubiese cambiado, si el poner a un esposo, una familia, en lugar de mi madre, me hubiese hecho más feliz de lo que hasta hoy, se puede decir, he podido ser. Pero bueno, al igual que en mil ocasiones anteriores, nos fuimos de París y si volvimos alguna vez, -cosa que no recuerdo bien, porque todos los campaneos y pensiones, con el tiempo se fundieron en una sola gran anécdota-, no regresamos al mismo barrio, a la misma zona; era demasiado riesgo.

La forma de trabajo era muy sencilla. Tan sencilla, que a veces me pregunto porqué nadie más la hizo antes. Era cuestión de mandar a una niña, apenas mayor de edad, supuestamente heredera y de visita en la ciudad, a jugar algo, a conocer de los casinos, de los sitios lumpen. El truco de la rica heredera caprichosa que quería estar en contacto con lo más duro de la pobreza, con el riesgo del juego, parecía despertar algún tipo de morbo, de excitación profunda en cada sitio al que llegábamos. Mi madre, haciendo de mi chaperona temerosa, de mi albacea, hacía el acercamiento a los casinos y haciendo gala de su calma mirada, vendía el show de la niña que quería experimentar de la vida; que si estaba descarrilada, que si los padres habían muerto y dejado una fortuna, o que si era la hija menor de algún barón muerto en la guerra y que nunca había llegado a su destino, por eso viajaba con un baúl repleto con las joyas de la familia. Cualquiera fuese la historia, siempre, de una u otra manera, una adolescente con dinero era bienvenida a los casinos. Obviamente, en cada ciudad teníamos un socio al cual, después de un par de golpes en el lugar, terminábamos engañando también. Todo era mentira sobre mentira y eso nos garantizaba un silencio total del crimen porque a ningún hombre orgulloso, no importa de qué ciudad, le gustaría andar contando que fue engañado por dos mujeres, sin un arma en la mano, a fuerza del más puro ingenio. El negocio era tan claro, que nada podía fallar; el hombre se sentaba en mi mesa a jugar póker, hacía grandes apuestas, mantenía a la mesa en vilo, en teoría me iba llevando ventaja y parecía llevarse todo, flush, full house, royal flush, pares, dos pares; las jugadas iban variando para hacer lucir todo más natural, hasta que llegábamos al high card y, obvio, siendo la jugada más complicada, más dura de todas, era sobre la que se hacían las grandes apuestas, ahí la gente ponía increíbles cantidades sobre la mesa… la naturaleza de la ambicón desmedida del ser humano... ¿Sabían que en una baraja de 52 cartas, se puede hacer más de un millón de combinaciones de high card? Parecía imposible ganar, pero ahí era donde entraba la carta de mi madre. Yo ganaba, nuestro socio, quien aparentemente perdía, se reunía con nosotros más tarde y nos dividíamos las ganancias. Y sí que lo hacíamos, las dividíamos, pero luego, al día siguiente, lo hacíamos apostar con la plata que había ganado, así, en realidad el dinero nunca quedaba en sus bolsillos; los tipos gastaban apenas unos pocos pesos, francos, o la moneda que fuese, y en la noche apostaban nuevamente todo. Y al final, en el golpe más grande, en el casino más ostentoso, en la big night, como la llámabamos con mamá, desaparecíamos con el dinero y la confianza de los pobres ilusos que creían en nosotros. Hicimos mucho dinero, recorrimos por lo menos diez países, algunos más de una vez y el dinero quedó ahí, en cuentas, en bancos a los que debíamos volver algún día, a gozar de los intereses. Mamá es la que lleva la cuenta, yo no tengo idea. Aprendí a hacer confiar a la gente en mí, pero yo no confío en nadie, sólo en ella. Supongo que si estamos las dos solas, debíamos cuidarnos una a la otra ¿O no? Ahora, lo que le pasó al tipo este, bueno, eso estaba totalmente fuera del alcance de nuestras manos. ¿Cómo podríamos saber que el hombre se iba a poner tan nervioso, tan ansioso cuando descubrió que yo no tenía la carta? Obviamente me puse pálida cuando me di cuenta de que mamá había olvidado pegarla dentro de la manga del vestido, ella se dio cuenta también y trató de mantener la calma, pero el hombre no, y se puso como loco, en un sitio en el que no te puedes poner como loco. Sudaba, se puso pálido, temblaba. Supongo que debió pensar –como buen jugador- en sus posibilidades en esos minutos; si denunciarnos y aceptar que era parte del embuste, proponer un todo o nada sobre la mesa, o ponerse violento y tratar de huir con el dinero. El tipo desgraciadamente optó por lo último. Mi madre siempre dice que la violencia es el miedo, pero gritado a través del cuerpo. En fin, el tipo se puso violento, o miedoso y el dueño del casino le metió un tiro. Así son las cosas. No es la primera vez que veo morir a un hombre, pero es la primera vez que me detienen por la muerte de uno.
Como podrá ver oficial, yo en esto no tengo nada que ver. Ahora, de lo otro, obviamente somos culpables mammé y yo, pero supongo que el dueño del casino no va a presentar cargos si está detenido por asesinato y preocupado por cosas más importantes. Y creo que por mi colaboración y buena conducta, yo podría prometer no volver más y sacar de nuestra escala a su ciudad.

-  Pero señorita, dejarla libre ¿para qué? ¿para ir a dónde? Su madre obviamente se fue de la ciudad, no está aquí. Y le confieso, con pesar, que no es usual ver a una madre abandonando a un hijo...

- Ella piensa que el amor es el alimento de los débiles. Las dos estuvimos siempre preparadas para un momento como éste.

- No se qué tan preparadas... Digamos que a su madre, se le durmió el diablo.

- No oficial. Fue sólo un bostezo.

Miguel.

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